Cuando salir por patas del Tíbet es la única opción
Llevo más de treinta horas en un “trasto” destartalado, dando tumbos y en la última fila.
Golpeteos, calor, frío, polvo, esto ya lo había sufrido otras veces, pero tener que ponerme el chubasquero no me había pasado nunca.
Una permanente nube de humo negro saliendo del tubo de escape de nuestro vehículo nos indica que estamos a más de cinco mil metros de altura.
En el interior, el poco calor que generamos las treinta y pocas personas que viajamos apretados, se condensa en ventanas y techo y provoca una fina y continuada lluvia interior para alegría del pasaje.
A esto, le tengo que sumar los cabezazos de un monje jovencito que ha decidido dormir sobre mi hombro y el dolor de cabeza que me acompaña desde hace algunas horas.
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No estoy en mi mejor momento
Un día antes, salíamos de la ciudad de Golmud de forma casi inesperada.
Habíamos llegado la noche anterior por tren y desde la pensión donde nos alojamos salía, en pocas horas, un autobús con plazas libres, para nuestro destino.
Tras años soñándolo, la ciudad de Lhasa, estaba a nuestra mano y la suerte nos sonreía.
Ni sabíamos cuánto camino quedaba, ni conseguíamos entendernos con los chinos que eran parte del pasaje, y mucho menos con el osco conductor.
Los compañeros de “fatigas”, aparte de chinos, eran algunos monjes ilusionados por llegar a alguno de los grandes monasterios budistas lamaísta y dos suizos con nuestros mismos intereses.
Era el primer año que China permitía la entrada a viajeros individuales a Tíbet, sin necesidad de guías oficiales, y esto era un reto de envergadura para algunos locos que nos lanzamos a la complicada empresa de llegar a uno de los lugares más míticos del planeta.
Hacía poco rato que había amanecido y el cielo estaba limpio, el frío intenso y una cierta sensación de falta de oxígeno dificulta cada intento de llenar los pulmones de aire. Pero creo haber visto, fugazmente al salir de una curva, la imagen soñada del palacio del Potala.
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Llegada a Lhasa, la entrada a Tíbet
La llegada era algo irreal, como despertar de un sueño agitado. Atrás quedan casi 4000 km de tren y autobús, de literas y asientos, de fríos y calores.
Todo se disipa, se olvida, cuando pones el pie en el suelo.
El bus para el motor, la cabeza zumba por la altura y el mal dormir, pero la sensación de emoción cubre a cualquier a otra.
En 1985 Lhasa era aún una ciudad que mantenía mucho de su carácter tibetano, estaba en crecimiento, propiciado por el interés chino de destruir su cultura, diluyéndola entre la de miles de chinos de la etnia han, que acudían allí en busca de mejor sueldo y condiciones de vida.
Pero, en el entorno del templo de Jokhang, en el barrio Barkhor, la ciudad vibraba en clave tibetana, el olor a mantequilla rancia, a incienso, a bosta de yak, impregnaba las blanqueadas paredes de las casas.
El ir y venir de los peregrinos hacia el templo, se mezclaba con el de los comerciantes de largas coletas y con las reatas de pequeños y sonoros caballos autóctonos.
Vendedores, niños correteando, molinillos de oración, banderas al viento y de fondo el sempiterno run run de los mantras, salmodiados una y mil veces.
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Pocos eran los alojamiento en Lhasa en aquella época, pocos y de escasa calidad, pero eso era lo de menos.
Un camastro en una habitación construida con tablex, unas letrinas comunes y un grifo en el centro del patio, fueron más que suficientes para convertir aquel lugar en el campo base de nuestra exploración.
Había mucho que ver y descubrir, monasterios legendarios como el de Xera, Drepung, palacios, el Potala, y algo muy especial que habíamos descubierto en las páginas interiores selladas de la revista Geo meses atrás, la ceremonia conocida como sky burial.
Salvo unos pocos autobuses de transporte interurbano, la ciudad no disponía de taxi u otra forma de trasladarse, la bicicleta se convertía, por tanto, en nuestra inseparable amiga, aunque para mí su uso nunca ha sido entrañable, por decirlo de alguna manera.
Encima de ella, visitamos los templos próximos, recorrimos la ciudad y ensanchamos nuestros pulmones con el aíre escaso de oxígeno.
Los días pasaban y pese a nuestra frenética actividad, dos cosas se nos resistían, la primera era poder visitar el Potala y la segunda, encontrar el sitio donde se celebraban los sky burial.
El Potala ocupa un lugar predominante en la ciudad y se ve desde cualquier rincón, ya que Lhasa, por aquel entonces, no era muy grande y no existían edificios altos.
La idea de irnos de Tíbet sin haber recorrido el palacio donde han vivido los Dalai Lamas desde el siglo XVII, en que fue construido, nos mortificaba especialmente.
Una superficie de 130.000 m2 se extendía desafiante enfrente de nosotros repleta de edificios, chorten y capillas.
Las posibilidades de lograr visitarlo eran remotas, solo lo abrían bajo demanda de grupos y en ocasiones especiales, cuestiones estas, que parecían estar lejos de las opciones para unos desarrapados como nosotros.
Cada mañana y cada tarde pasábamos por la puerta que daba entrada a los visitantes, por si sonaba la flauta.
Un día sonó y ante nuestro asombro, las puertas estaban abiertas y algunas personas la cruzaban e iniciaban el ascenso de una larguísima hilera de escalones.
Aturdidos y con la certeza de que nos encontraríamos a policías chinos que nos expulsarían, comenzamos una carrera incierta hacia el interior de aquel lugar soñado.
Craso error, y no el que nos echaran cosa que no ocurrió, pero si el correr alocadamente y sin sentido. Esto nos provocó dos efectos inmediatos, el primero el estar a punto de morir asfixiados por falta de oxígeno y el segundo lanzarnos atolondradamente a recorrer el palacio en el sentido contrario a como lo hacen los budistas.
De lo primero nos dimos dolorosa cuenta de inmediato, en altura no se debe correr, de lo segundo tardamos un poco más, la gente se nos acercaba y nos susurraba cosas que solo más tarde comprendimos.
Un par de horas fue nuestro tiempo en aquel lugar, pero fue suficiente para tener una idea de la magnitud y riqueza de aquel santuario y de la veneración con la que tibetanos, venidos de todo el país, recorrían el lugar del que escapó el último Dalai Lama en 1959.
Ya solo nos quedaba averiguar el lugar donde cada mañana tenían lugar los llamados entierros celestiales.
Lo que aquí te cuento, pasó en el siglo pasado, y en aquella época todo era algo más complicado.
Escasa e imprecisa información, no había Gps, muy pocos occidentales habían estado por allí, el idioma era un problema, aún hoy lo es, y finalmente el poco interés de los tibetanos en exponerse a los ojos de gentes que no es fácil que entendieran sus costumbres milenarias y sí, que intentaran sacarlas en los medios de comunicación.
En las altas tierras del Tíbet, la escasez de madera es lo habitual y los suelos son duros y rocosos. Por otro lado, las creencias budistas, basadas en la reencarnación, consideran un cuerpo muerto como algo vacío y prescindible.
De aquí viene la costumbre de seccionar los cadáveres en un lugar y de una forma determinada y dejar los despojos al aire para alimento, fundamentalmente, de los buitres.
Nuestras labores de investigación dieron sus frutos, y aunque de forma imprecisa, encontramos indicación del lugar donde, al amanecer de cada día, tenía lugar la ceremonia.
Pero claro, a mi poca habilidad con la bicicleta se unía el tener que salir de noche cerrada de la pensión para poder llegar al lugar antes del amanecer, ¿Quién dijo que fuera fácil?
El día elegido, nos levantamos nerviosos y a oscuras, y con tiempo suficiente nos encaramamos a nuestras bicis y cubrir la distancia antes de que la luz tuviera presencia.
En este itinerario creo que batí el record mundial de caídas. La sensación de dar pedales en la negritud absoluta no deja de ser curiosa.
Estábamos llegando, solo un río de poco caudal, nos separaba de la ladera que llevaba al lugar, donde ya se observaban movimientos.
Con los pies chorreando agua, nos lanzamos a la cuesta, está vez con tranquilidad.
No éramos los primeros en llegar, una pareja de europeos, estaban ya sentados con sendos palitos de incienso y, en posición de loto, se disponían a ser parte de la ceremonia.
También se encontraban ya allí, un grupo de cuatro chinos con pinta de turistas y armados de cámaras, que nos dieron malas sensaciones.
Por el lado tibetano, a unos 50 m de distancia, había 3 personas. Una de ellas, se puso una sucísima bata blanca, saco un cuchillo y ni corto ni perezosa comenzó a trasegar grandes cantidades de chang (cerveza tibetana), que se servía de un bidón tiñoso a más no poder.
En el entorno, se levantaba una pira de madera preparada para una cremación, probablemente una familia rica había conseguido pagar la leña necesaria, y dos cadáveres estaban depositados en la hierba cercana.
El Chang es una fermentación de la cebada, de bajo contenido alcohólico, que los tibetanos toman de continuo, ahora bien, cuando se bebe en cantidades, pasa factura.
En nuestro caso, la persona que iba a realizar el trabajo de descuartizamiento, daba buena cuenta de una generosa cantidad.
Al tocar el primer rayo de sol en una piedra concreta, comienza el ritual.
El cuerpo destinado a la cremación es dispuesto en la pira, tras adaptar los huesos al espacio disponible, con el consiguiente horror de los allí asistentes.
Y en este momento, las cosas se empiezan a ponerse raras, los chinos se acercan con las cámaras y los tibetanos los hacen retroceder con evidentes signos de hostilidad.
Nosotros mantenemos nuestra respetuosa distancia y en ningún momento sacamos las cámaras, convencidos de que nuestra presencia allí no podía ser más que una respetuosa asistencia desde la lejanía.
Vueltos a sus menesteres, tras la regañina a los chinos, depositan el segundo cuerpo en las cercanías de la piedra y comienza a seccionarlo. Al levantar la vista se percatan de que el grupo chino se acercaba de nuevo cámara en ristre.
Por segunda vez, les gritan y obligan a retroceder. Antes de volver al trabajo, el “encargado” da un nuevo trago a su vaso de chang y esto parece darle el ánimo necesario para arrancar un gran trozo de carne del cadáver con una mano y portando el cuchillo en la otra, cargar a la carrera contra todos nosotros, sin excepciones, chinos, turistas que rezan y españoles a distancia.
Al verle venir con semejantes armas, en actitud claramente agresiva y, quizás, un poco bebido, la respuesta fue unánime, aunque con diferente nivel de dignidad, todas y todos emprendimos la carrera ladera abajo sin mirar para atrás y esperando sentir la bofetada de un lienzo de fría carne humana sobre nuestro cogote.
La huida fue desordenada. Los europeos soltaron los inciensos al darse cuenta que de su actitud piadosa no les libraba de la acción de limpieza y corrieron junto con los chinos y nosotros, hasta darnos cuenta de que nuestro perseguidor abandonaba su actitud y retornaba al trabajo.
Por respeto, decidimos retirarnos y continuamos nuestro regreso a las bicis. Cuando llegamos a ellas, volvimos la vista hacia el lugar del que veníamos, justo en el momento en que decenas de grandes buitres se abalanzaban sobre los restos humanos que habían sido dispuestos sobre aquella piedra.
Al año siguiente, las autoridades locales prohibieron la asistencia a estas ceremonias en la ciudad de Lhasa.
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Así fue “cuando salir del Tíbet por patas fue la única opción”. Pasó en 1.985 ha llovido mucho. Ahora esa zona ha cambiado muchísimo pero todavía tiene su “encanto”. ¿Has estado en el Tíbet?