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Viajar a África. Mi segundo hogar

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“Siempre supe que iba a viajar a África

Y no hablo de ir a la vuelta de la esquina, ni a la otra punta del país, ni siquiera de Europa… sino de esos viajes que te hacen cambiar la visión que tienes del mundo.

Lo supe desde antes incluso de saber qué era el mundo.”

Bianca Aparicio Vinsonneau (Escritora y novelista)

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Flora, la niña somalí que me cautivó el corazón

Quizá todo empezara con la foto de Flora, una niña somalí que mis padres apadrinaron. La teníamos junto a la tele con sus pies descalzos, una faldita deshilachada y el pelo tan corto que parecía un chico. Desde su marco Flora miraba fijamente al frente… me miraba a mí, casi tanto como yo la miraba a ella

Entonces no podía imaginar que algún día yo también pisaría esa tierra roja y dormiría en cabañas hechas con palos y ramas que conformaban el fondo de la imagen de Flora. Pero así fue, aunque aún tuve que esperar un poco para ello.

La primera vez que pisé África tenía veintitrés años y un hambre de mundo que no me cabía en la mochila. Me había apuntado como voluntaria en una escuela que también funcionaba como orfanato en el interior de Ghana, y confieso que tuve que buscar en un mapa dónde exactamente quedaba aquel país.

Allí aterricé cargada de treinta kilos de material escolar y otros tantos de miedo. Porque sí, tuve miedo. Lo tuve a pesar de que lo negara a quien se atreviera a insinuarlo. Le tenía porque estaba sola, no sabía exactamente a qué me iba a enfrentar… ni si yo sería capaz de hacerlo.

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Africa mi segundo hogar

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La profesora pálida

Y la verdad es que el principio no fue fácil.

Resultó que yo era la primera blanca en darles clases a unos niños que no habían visto a alguien tan pálido en su vida. Los más pequeños lloraban si me acercaba demasiado, mientras que los más mayores me frotaban los lunares para averiguar si esas misteriosas manchas desaparecían.

Descubrí que no todos los niños juegan, sino que lo hacen solo los que tienen la suerte de poder hacerlo.

Y los que se convirtieron en mis alumnos no la tenían porque una vez terminadas las clases empezaba una segunda y abrumadora rutina: caminar varios kilómetros hasta la pompa de agua para llenar bidones, dar de comer a los animales, cultivar el campo, cuidar a los hermanos más pequeños, quemar la basura… Para ellos el mayor de los privilegios no era otra cosa que poder estudiar y alimentar así la esperanza de conseguir una vida mejor.

En esos días despejé ecuaciones con un adolescente que se preparaba para un examen importante, y lo hacíamos en su único rato libre: de noche, arropados por la tímida luz de la bombilla del aula.

También aprendí que al agujero que funcionaba como retrete era mejor no ir después del atardecer. Y que la mano izquierda se usa para limpiarse el trasero, nunca para comer. Y que antes de estrenar una mosquitera hay que airearla por lo menos un día entero, o la piel escuece como si tuviera sarna.

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Aprendí quién soy yo

Sí, en esos días aprendí muchas cosas. Y la más importante de todas es que aprendí quién soy yo. Ese fue el primer regalo que me hizo África. Por extraño que suene, me regaló a mí misma.

Llegué convencida de que iba a enseñar en una escuela, y pronto tuve que admitir que la alumna era yo. Así fue cómo mi mochila se descargó de los miedos que traje conmigo, que al fin y al cabo no son más que un peso inútil que nos empeñamos en acarrear, y empecé a caminar mucho más ligera.

¡Menudo alivio!

Junto con los miedos se fueron también las ideas preconcebidas acerca de cómo debe ser el mundo. Resultó que era mucho más amplio de lo que yo había creído hasta entonces. Y no me refiero a cuántos kilómetros tiene, sino a cómo recorremos esos kilómetros.

Creo que a estas alturas será fácil imaginar que aquel no fue mi único viaje al continente negro.

Después de Ghana fue Togo, Tanzania, Gambia, Senegal…así que yo pasé a ser obruni, yovó, mzungu, toubab… que son las palabras que tienen en la lengua de cada país para referirse a los blancos. Y ahora diré algo que quizá no se entienda, pero me molestaba mucho el hecho de que me recordaran que soy blanca.

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Durmiendo en un colchón de paja

No me gustaba porque yo no viajaba como una turista a un hotel de la costa con pulserita de todo incluido, no. Yo iba a aldeas remotas y allí me instalaba como una más. Es decir, dormía en un colchón de paja, iba a la pompa a buscar agua, me duchaba con un cubo y me alumbraba con una linterna. Nada de comodidades a la europea. Quería hacer las cosas como ellos, integrarme todo lo posible, ver la vida desde su punto de vista que tanto me estaba enseñando.

Entonces, ¿por qué se empeñaban en llamarme «blanca», en recordarme que yo no soy como ellos?

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Sencillo: porque no lo soy. Lo terminé de comprender el día que una visité una aldea tan perdida que ni siquiera recuerdo el nombre y, al verme pasar por la puerta de la cabaña que era su casa, una mujer entró a toda prisa para reaparecer en seguida con un bebé. Se me acercó y lo puso en mis brazos. Ante mi asombro, me hizo comprender mediante gestos que me lo daba, que era su hijo pero quería que yo me lo quedara y me lo llevara conmigo de vuelta a mi país.

Ahí, justo en ese preciso instante me llevé la bofetada más grande de toda mi vida.

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Soy rica

Al observar a aquella madre, que pese a ser joven tenía ya un puñado de críos agarrados a su falda, todos mugrientos y mal alimentados, pude sentir su desesperación como si fuera mía. Ella no me conocía de nada.

No sabía si soy buena persona, ni a que me dedico, ni qué haría con su bebé si me lo llevaba. Pero esa mujer con la que apenas podía comunicarme porque no teníamos un idioma en común con el que hacerlo, sabía que ese hijo suyo tendría conmigo un futuro que ella no podría darle.

Y era cierto. Me vi con sus ojos y entendí de pronto que soy rica.

De hecho, nací rica. Porque lo hice en el lado afortunado del mundo. Porque como a diario, porque he tenido acceso a una educación y a medicinas cuando las he necesitado. Soy tan rica que incluso tengo una nevera, grifos de los que sale agua (¡caliente!), un coche y una lavadora.

Me dolió el contraste entre su vida y la mía. Me dolió la injusticia. Pero, sobre todo, me dolió tener que soltar ese bebé que se acurrucaba en mis brazos y devolvérselo a una madre desesperada. Me dolió tanto que de aquello hace ya trece años y yo aún me arrepiento de no haber hecho más por ellos.

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Las sombras de viajar a África

Pero eso también ha formado parte de mi aprendizaje, las cicatrices son la prueba de que nos hemos caído y nos hemos levantado. Y yo tengo unas cuantas que me ayudan a no olvidar que he tenido la fortuna de mi lado y, como mínimo, debo aprovecharlo.

Tomar consciencia de que soy privilegiada, de que aquello que yo llamaba problemas quizá no lo fueran tanto, fue el segundo regalo que me hizo África.

Desde entonces se ha convertido en una especie de mantra que me repito a menudo, especialmente cuando tengo un mal día o cuando cedo a la tentación de ver el vaso medio vacío.

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En esas ocasiones recupero el recuerdo de aquellos que se cruzaron en mi camino tal vez solo para demostrarme que mi vaso está tan lleno que desborda.

A veces rescato a Flora de mi memoria, con sus pies descalzos, una faldita deshilachada y el pelo tan corto que parecía un chico, y le doy las gracias por todo. Porque seguramente ella, sin saberlo, plantó la semilla que un día me empujó a subirme a un avión en busca de esa tierra rojiza y unas cabañas hechas de palos y ramas.

Y fue por todo ello que mis miedos se acallaron y acabé atreviéndome a escribir una novela y titularla Las sombras de África… pero eso quizá sea una historia para otro relato.

Gracias a Bianca Aparicio por compartir con nosotros su pasión por África.

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