¡Acabamos de quemar el motor!
Cuando tu Peugeot 405, con veinte años de edad, acaba de echar una nube de humo negro por el tubo de escape y dar un agónico tirón, estás en mitad del desierto más grande del mundo y oyes esta frase, el mundo se te cae encima.
El bajar a vender coches en África en los 80, más que un negocio era una aventura low cost. En algunos casos, los vehículos se compraban en Francia, donde había una gran oferta y precios económicos y se vendían en Malí o Senegal con un 40 o 50% de beneficio. Esto, a veces, te permitía regresar en avión y también a veces, ganar unas pesetas. Digo pesetas por que en la época del €, los barcos cargados de coches de segunda mano llegan a los puerto senegaleses saturando el mercado con precios más económicos y vehículos que no han sufrido la dura travesía sahariana.
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La Ruta atlántica
En aquellas épocas, la ruta a seguir recorría Marruecos, Argelia por la pistas del Tanezrouft o por la Transahariana hasta llegar al norte de Malí y desde allí las opciones eran múltiples y se dirigían a Senegal o Níger donde finalizaban, si eras capaz de finalizar la transación.
La guerra civil que comenzó en 1991 en Argelia, modificó las opciones para atravesar el Sáhara y la ruta Atlántica se presentaba como la única posible. Marruecos ponía pocos problemas para transitar por los territorios ocupados y salvo la necesidad de integrarte en un convoy para cruzar la frontera con Mauritania y los consiguientes trámites burocráticos, era una ruta segura.
Los viajes transaharianos, comenzaban a prepararse con meses de antelación a la salida. En primer lugar, localizar y comprar un Peugeot en buenas condiciones y con precio razonable no era tarea sencilla. La elección de esa marca no era ninguna moda o capricho, venia dada por la facilidad de encontrar repuestos y mecánicos conocedores de esos motores en cualquier lugar del África francófona. En segundo lugar era necesario equiparse con lo necesario para un viaje incierto en la duración y en las vicisitudes que te podían acaecer.
En general, en África no hay nada que no se pueda arreglar ni nada que no se pueda destruir. Lo normal y conveniente era fijar una fecha de salida, preferiblemente en otoño. La fecha de regreso la marcaba la suerte y la habilidad para encontrar un comprador para tu coche, labor siempre tediosa y complicada cuando la gente local sabe que los “blancos” siempre tienen prisa y sin embargo, ellos disponen de todo el tiempo del mundo.
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Nos ponemos en marcha
Todos los pasos fueron meticulosamente ejecutados, compramos un coche por 80.000 pesetas con razonable buena presencia, hicimos el necesario acopio de repuestos y herramientas y como extra para suplir nuestra ignorancia en el mundo de la mecánica, recibimos un cursillo exprés de la misma, a cargo de nuestro amigo y maestro, el ya fallecido Lorenzo del Amo.
Un día de noviembre, temprano, pusimos rumbo hacia Algeciras como primer punto de referencia en la ruta hacia el que sería nuestro destino en aquella ocasión: Senegal.
Al segundo “incidente” mecánico que sufrimos en las primeras 48 horas de viaje, empezamos a entender cómo se iba a desarrollar nuestra “aventura”. El reloj pasó a no ser relevante en nuestras vidas, el cuándo y el cómo pudiéramos cubrir cada etapa carecía de importancia. Si estábamos a gusto en un sitio lo disfrutaríamos sin prisa. Una de las obligaciones que tuvimos que aceptar fue la de aprender a lidiar con los mecánicos locales, pareciendo que sabíamos lo que realmente ignorábamos para evitar ser expoliados.
Todo discurrió sin mayores sobresaltos hasta llegar a Dajla (Villa Cisneros), último lugar donde se podía transitar libremente y donde era necesario tramitar la salida de Marruecos e integrarse en un convoy que partiría un día concreto y nos llevaría hasta la frontera con Mauritania. Estábamos a 2700 km. de casa.
Todo se desarrolló con fluidez y varias decenas de coches de todo pelaje y condición, 4×4, camiones y motos iniciamos el lento recorrido, con noche incluida, que nos separaba de Birz Gandus, un destartalado puesto fronterizo, donde durante horas tramitamos nuestra entrada en Mauritania. El recibimiento era una clara prueba de lo que encontraríamos en los siguientes días y nos tuvo entretenidos durante horas. Una gigantesca duna atravesaba la pista y hacía necesario poner a prueba todos tus conocimientos en conducción sobre arena para sortear el obstáculo. Es fácil imaginar lo que allí ocurría, coches atascados, motoristas rodando por el suelo, parachoques y piezas volando. Este espectáculo tenía como espectadores a un nutrido grupo de viajeros, camioneros, curiosos desocupados que siempre hay en todos los lugares, policías de ambas fronteras y aduaneros que entre sello y sello comentaban las mejores “jugadas”.
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De la antigua ruta que cubría el Rally París-Dakar, la parte más pintoresca era la conducción por las playas y esa parte estaba próxima. Una vez llegados a la ciudad de Nuadibú, las tres jornadas siguientes eran las más prometedoras y excitantes en nuestra ruta. Había que organizarse en un pequeño convoy y contratar un guía local para la travesía.
El itinerario discurría por zonas de grandes plateaus y mares de dunas hasta alcanzar la playa, a 80 km de Nuakchot, y recórrela aprovechando la marea baja.
Pero no iba a ser en esta ocasión donde demostraríamos nuestras habilidades al volante en las orillas atlánticas, la tarde anterior al día “X”, nuestro guía local se empeñó en conducir nuestro coche con el fin de ganar tiempo, y tanto empeño le puso que se “cargo” el motor. Cuando el coche empezó a echar humo y dar tirones, nuestras peores sensaciones se hicieron realidad, había quemado la junta de culata de nuestro querido vehículo.
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No todo sale bien
Tristemente remolcados llegamos al lugar donde pasaríamos la última noche antes de llegar a Nuakchott por la playa. Una revisión más a fondo nos confirmó los peores augurios, unas gotas de agua saliendo por el tubo de escape eran la muestra palpable de la avería. Nuestro motor no podía volver a ponerse en marcha sin visitar, una vez más, un taller mecánico.
En esta situación, lo que hubiera sido una excitante conducción, se convirtió en un ir remolcado por una furgoneta, compañera de convoy, con una cuerda de cuatro metros, sin ver lo que había delante e intentando no estrellarte con ella ya que no teníamos visión ninguna, ni motor y escasos frenos al ir el coche en punto muerto. Todo ello y el escaso tiempo que dan las mareas atlánticas, sumado al hecho de que la playa no tiene escapatoria posible, convierte en un auténtico ralley la conducción, y el tener un accidente te puede costar el tener que abandonar el coche y dejarlo a merced de las olas.
Recién amanecido tomamos posiciones y entramos a la playa con las olas aun mojándonos las yantas. Todo sucedió muy deprisa, no había tiempo que perder. La dirección respondía con dificultad y eran necesarios unos reflejos prodigiosos para evitar las rocas que surgían en el camino de improviso, como si de un video juego se tratara.
De esta guisa llegamos a Nuakchott, razonablemente bien, pero exhaustos por la tensión vivida. Tras alojarnos en una especie de Albergue, nuestra primera misión fue la de dirigimos a uno de los lugares donde más horas empleamos en nuestro viaje transahariano, un taller mecánico.
Días más tarde, partíamos con nuestro Peugeot reparado rumbo a Senegal. Como decía anteriormente en África todo se arregla y todo se destruye.
La aventura continuó.
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Y tú, ¿has vivido alguna aventura en África?
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En nuestra web Viajes Trekking y Aventura tres viajes de pura aventura en África. ¿Te animas?
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